domingo, 2 de abril de 2023

UNA CERILLA Y UNA LINTERNA

 Todos vivimos momentos en los que la vida nos empuja a un túnel oscuro. El modo de abordar ese camino tiene que ver con muchos factores: la edad, las experiencias vitales, lo que queda por vivir y lo que has ido dejando atrás...

En mi vida hay tres túneles.

Al primero me enfrenté con el desconcierto de unos dieciocho años recién cumplidos, pero tuve la inmensa fortuna de encontrar en él una mano que, además, llevaba una linterna encendida. Me agarró con fuerza y me acompañó cada uno de los días de ese año largo que tardé en atravesarlo. Me fue poniendo libros en las manos y sonrisas cada día para que viera que, como digo en Aunque te cueste la vida, "la vida despeja". Los túneles se acaban y sales. El día que acabó, había un sol radiante al otro lado, tan fuerte que hasta casi deslumbraba y había ganas, muchas, de empezar ese camino en el que ya no hacía frío.

El segundo túnel lo hice a solas y sin linterna. Pensaba, ilusa de mí, que estaba en un momento vital en el que los vínculos afectivos eran tan poderosos que no podían fallar. Pero fallaron estrepitosamente y tocó transitar durante otro año a ciegas. Tanteando las paredes y tragándome las ganas de gritar. Sin luz. Llené mi agenda hasta que reventaba, porque pensé que era lo único que podría acelerar el tiempo e impedir que toda esa oscuridad me engullera.

Lo conseguí. Salí de allí. Al otro lado había sueños por cumplir, los más grandes que me he permitido tener, pero el sol no brillaba como la otra vez. Es más, un vientecillo incómodo me despeinaba a cada rato y hacía necesaria una chaqueta que no encontraba. Me fui poniendo abrigos, pero ninguno era de mi talla y acabé dejándolos abandonados y acostumbrándome al frío.

Me hubiera quedado para siempre ahí, con mi agenda a medio cubrir y las nubes sobre mi cabeza. Hubiera dado todo porque no hubiera otro túnel en el camino.

Pero dicen que no hay dos sin tres, así que, hace unos meses, cuando menos lo esperaba, me encontré con que me engullía la oscuridad de otro de esos túneles. En este no hay nadie con una linterna y ni siquiera tengo agenda que rellenar. Lo he intentado con mis libretas, he buscado a mi alrededor a ver qué podía hacer para que ese frío y esa oscuridad que hay dentro no se me metieran en los huesos, y solo he encontrado una caja de cerillas.

Menos es nada, pensé.

El problema es que solo había dos.

La primera, después de prepararme bien para que prendiera y me diera tiempo para buscar algo que encender que me ayudase a encontrar una luz para caminar, se apagó sin conseguirlo. Encendió segura, pero no había vela, ni piña, ni madero donde la llama pudiera agarrarse y se desvaneció. Aun así, el tiempo en el que dio luz, lo agradecí. Siempre está bien un poco de luz cuando está tan oscuro.

La segunda cerilla la saqué de la caja hace un par de días. Pensé que quizá había un montoncito de leña cerca y podría encenderlo para buscar algo que hiciera de antorcha. La cerilla chisporroteó un segundo, lanzó un pequeño destello y enseguida me di cuenta de que no había prendido. El rastro del fósforo quemado se había quedado como algo desagradable en mi nariz y encima me sentí culpable porque había sido yo quien lo había provocado. La miré, por si tenía que tirarla, pero aún quedaba la posibilidad de un segundo intento.

Lo hice, claro, el olor ya estaba ahí, no había mucho más que perder.

La cerilla se partió. Me la quedé mirando como se mira a las oportunidades perdidas, a los deseos rotos, a los sueños que se hacen pedazos. A un vaso de agua vacío mientras te estás muriendo de sed.

Así que ahora, sin fósforo y sin led, el túnel sigue ahí. El olor se está disipando, pero queda la humedad de las paredes y un camino incierto que no sé cuánto durará. No sé si habrá respiraderos por el camino, si tendré que aferrarme a ese "un día detrás de otro" o, más bien "una hora detrás de otra". 

No sé qué hay al otro lado, no sé si quedará la posibilidad de un sol brillante o unas nubes que solo amenazan.

Cualquier cosa sería mejor que vivir sin luz.

martes, 3 de enero de 2023

SE HA PERDIDO EL SENTIDO DEL HUMOR

Y la capacidad de quedarte con tu opinión cuando es una estupidez.

Y la de no meterte en casas ajenas a dar por el culo.

Y la comprensión lectora.

Y la vergüenza.

Y así, hasta el infinito.

lunes, 19 de diciembre de 2022

EL LADO PERVERSO DE LA BONDAD

 Nos gusta pensar que somos buenos o justos, y presumimos de ello hasta que soltamos el primer pero y nos desarmamos nosotros mismos el argumento.

Leo en Twitter que se valora las novelas tirando al alza, pero solo cuando el autor el pequeñito o publica con una editorial pequeña. Al parecer, esto de escribir un publicar es bastante duro, pero solo en el caso de que seas un autor pequeño. Muy pequeño. Si te lo has currado y accedes a algo más que una editorial de las de coedición o las que jamás distribuyen tu trabajo, ya no. Entonces ya no es tan duro y se puede ser menos "bondadoso". No te digo como te den un premio. La justicia se desmorona por completo, directamente no te lo mereces.

¿Es a mí a la única que esto le parece una perversión de la bondad? ¿Es menos valioso el trabajo de alguien que se ha expuesto a ser valorado entre muchos autores y haber conseguido publicarlo? ¿Siempre se le va a medir con un rasero diferente al de otros simplemente por haber seguido el camino más complicado y haber conseguido resultados?

Acabáramos... ese es el precio por hacer las cosas bien.

En mi pueblo, tiene un nombre feo un argumento como este.

Si se valora el trabajo, el esfuerzo, la dedicación, las horas, las ganas, el talento y mil cosas más, no entiendo por qué, cuando ese trabajo, esfuerzo, dedicación, horas, ganas talento y mil cosas más son reconocidas de antemano, como para que alguien se arriesgue a exponer dinero y recursos, se le rebaja el mérito unos grados con respecto a otros que no han logrado eso, porque, ya ves tú, no lo necesitan.

Me parece perverso.


martes, 6 de diciembre de 2022

UN BEBÉ Y UNA NOVELA POR NAVIDAD

 Los que habéis leído Detrás del cristal sabéis que, el marco de esta novela, es la Navidad. Y también creo que sabéis que se aleja de ese esquema por el que discurren todas esas historias que se ofrecen en estos tiempos. Mis personajes hacen lo que les da la gana, toman decisiones a veces inconscientes y tienen, todos, algo en común: son unos perdedores.

Andrés, aunque lo tenga todo en apariencia, no tiene paz interior y no se da cuenta de qué está provocando eso hasta que tiene a Pablo en sus brazos.

A Irene se le ha pasado el momento y lucha, sin acierto, por seguir persiguiendo un sueño, aunque se lleve por delante los de otros.

César es un fraude humano.

Raquel es una mujer rota que lleva una venda delante de sus ojos.

Pedro es un cobarde.

Paco, un ser odioso.

Julián un imbécil.

Y Ana... Ana está tan acostumbrada a equivocarse que es capaz de hacer algo que ella misma se echa en cara a lo largo de toda la novela.

Pero hay un personaje, pequeñito, al que no le ha dado tiempo a tomar decisiones más allá de rechazar un potito o chupetear la cartera de alguien. Que solo con una sonrisa es capaz de darle la vuelta a un mal día de quien le mira. Y que, sin decir una sola palabra, porque no sabe hablar, cambia todo.

Si no la has leído, este es el momento, quizá esta noche, porque la novela empieza un 7 de diciembre.



sábado, 26 de noviembre de 2022

GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA

Me he propuesto recordar a mujeres escritoras de las que cuesta encontrar en los libros de texto. El objetivo es doble: descubrirlas a quienes no las conozcan y señalar cómo la literatura con nombre femenino se ha silenciado durante mucho tiempo. Que ninguna niña piense que las mujeres no escribían; que sepa que era mejor mantenerlas calladas, convencerlas de que su función en la vida era otra. Y, cuando lo hacían, se las "olvidó" convenientemente. Que cuando estuvieron cerca de tener cargos importantes, se les negaron por el simple hecho de ser mujeres.

Hoy pongo el foco en Gertrudis Gómez de Avellaneda, Destacaré sus datos biográficos, recogidos de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y de un precioso estudio de José Esteban Angulo. Quiero que la conozcáis. El cuadro que ilustra este artículo, su retrato, es obra de otro de los grandes de su tiempo: Federico Madrazo, que además de pintar a los principales aristócratas de esa época, fue pintor de cámara de Isabel II.



Os la presento. Poneos cómodos.

Gertrudis Gómez de Avellaneda nació en Puerto Príncipe de Cuba, actual Camagüey, el 23 de marzo de 1814 .  Apasionada, generosa y rebelde frente a los convencionalismos sociales, vivió una vida muy particular en la que se guio por sus propias convicciones, y en su momento, se la consideró una de las mejores autoras del movimiento romántico. 

En su círculo íntimo la llamaban Tula o también La Avellaneda.

Gertudis nació en Cuba porque su padre, el español don Manuel Gómez de Avellaneda, comandante de Marina, estaba destinado en aquella provincia de ultramar. Se acabó casando con una cubana perteneciente a una ilustre y acaudalada familia de origen español, doña Francisca de Arteaga y Betancourt y de esa unión nació una niña que con el tiempo se convertiría en una de nuestras grandes escritoras del XIX. 

Su primera infancia fue feliz, pero esto cambió con la muerte de su padre en 1823. Ese mismo año, su madre se casó otra vez con don Gaspar de Escalada y López de la Peña, otro militar español, y la pequeña Tula empezó a pasarlo mal, pues no admitía que otro hombre sustituyera a su padre en la vida de su madre.

Se volvió huraña, prefiriendo los libros a jugar con otras niñas e incluso se conserva el recuerdo de que antes de los diez años había escrito un cuento, El gigante de las Cien Cabezas y sobre los trece terminó un drama que tituló Hernán Cortes. Esto no es de extrañar, pues fue educada en las convenciones de la clase social en la que nació y entre sus aficiones favoritas destacaron siempre la representación de comedias, la lectura de novelas y la escritura. La literatura, pues, fue una de sus primeras y principales pasiones. Entre sus lecturas, destacaron los  románticos franceses e ingleses: Byron, Victor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Madame de Staël, George Sand...

A los catorce años sufrió otro de los contratiempos de su particular vida: hubo de enfrentarse a un matrimonio concertado por su familia, al que se opuso con toda su energía. A consecuencia de ello, fue desheredada por su abuelo. 

Seis años después de esto, cuando ya era una joven inquieta y curiosa, la familia decidió establecerse en España, más concretamente en La Coruña. Viajaron desde Cuba y, al llegar, Tula descubrió que no le gustaba nada el ambiente conservador y atrasado de la ciudad. Tenía claro que no iba a quedarse en Galicia el resto de su vida. 

Y así lo hizo. Tras visitar Andalucía, acompañada por su hermano Manuel, acabó instalándose en Sevilla. El ambiente cultural de la ciudad, su alegría, su clima que invitaba a salir a la calle, estimularon la creatividad de la joven y muy pronto se dieron a conocer sus primeros textos. En 1839 publicó unos versos, amparada en el seudónimo de La Peregrina, en periódicos y revistas locales y, con posterioridad, también los publicaría en Cádiz. Al año siguiente, animada por las críticas positivas, estrenó una obra dramática Leoncia, que tuvo muy buena acogida en los escenarios sevillanos. Es allí, en la ciudad del Guadalquivir, donde conoció a Ignacio de Cepeda. Se enamoró profundamente de él, aunque el sentimiento no era mutuo, sino que él jugó con sus sentimientos, puesto que era frío, cruel y consideraba que Gertrudis no estaba en su mismo nivel económico. Hemos llegado a conocer esta pasión a través de la Autobiografía y las cartas que escribió. Este amor no correspondido, unido a su carácter romántico, marcarían de alguna manera su producción literaria. 

Después de la etapa sevillana, se instaló en Madrid y ese fue el momento en el que su actividad literaria se disparó. Son de ese momento Poesías (1841), Sab (1841), Dos mujeres (1842-1843), Espatolino (1844), Guatimozín (1845), La dama de gran tono (1843) y La baronesa de Joux (1844)  Munio Alfonso (1844) y El príncipe de Viana (1844) y Egilona (1846).

En estos años de intensa productividad, participó en las veladas del Liceo madrileño, donde se relacionaba con los grandes escritores e intelectuales de la época: Alberto Lista, Juan Nicasio Gallego, Manuel Quintana, Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías, Nicomedes Pastor Díaz, José Zorrilla, Francisco de Paula y Mellado… que se convirtieron en sus protectores y también sus amigos. Todos admiraban a esa joven que mostraba una madurez impresionante en sus escritos.

Fueron momentos de euforia, de éxito, que además vinieron a coincidir con la relación amorosa que mantuvo con el poeta Gabriel García Tassara y que tuvo como fruto el nacimiento de una niña, María, en abril de 1845. Pero con esta historia volvió a repetir el error que cometió con Cepeda: enamorarse de alguien que no la quería. García Tassara ni la consideró y su romance no tuvo un buen final. Es más, la marcaría para siempre. Su hija María solo sobrevivió siete meses, sin que su padre se dignase a verla, ni mucho menos reconocerla como suya. 

Tula estaba tan triste que se puso en contacto con Cepeda (sí, con el mismo ser frío que no la trataba bien, pero del que se enamoró con verdadera ceguera) y le habló con el corazón en la mano: “Envejecida a los treinta años, siento que me cabrá la suerte de sobrevivirme a mí propia, si en un momento de absoluto fastidio no salgo de súbito de este mundo tan pequeño, tan insignificante para dar felicidad, y tan grande y tan fecundo para llenarse y verter amarguras”.

Con la ilusión perdida, aceptó en mayo de 1846 contraer matrimonio con Pedro Sabater, gobernador civil de Madrid en aquel entonces. La unión, que se le antojó cómoda y tranquila, duró poco, pues Sabater, enfermo, moriría en Burdeos en agosto de ese mismo año. Las desgracias parecían cebarse con ella y su espíritu romántico la arrastró a un duelo del que le costó reponerse. Había llegado a sentirse enamorada de ese valenciano que, además de político, era un poco poeta, pero no le dio tiempo a disfrutarlo.

Tras su muerte, ingresó unos meses en el convento de Nuestra Señora de Loreto de Burdeos donde intentó recomponer su ánimo. Cuando lo consiguió, retorno a la capital de España. 

En 1847 solo se sintió fuerte para escribir un Devocionario. Se produjo un nuevo acercamiento a Cepeda que acabó igual de mal y que la devolvió un tiempo al convento y silenció sus letras. 

Pero ella era más fuerte de lo que creía, su pasión por la literarura sobrevivió a todos los avatares de su vida y en los siguientes años escribió muchas obras: Los oráculos de Talía, La hija de las Flores, Recaredo, Tres amores, La verdad vence apariencias, La hija del rey René, El millonario y la maleta, Errores del corazón y el Donativo del Diablo.

Intentó entrar en la Real Academia (pobre, qué pérdida de tiempo siendo mujer), pero tras una ardua discusión se lo acabaron denegando. ¿Por qué? Desde luego, por méritos no fue. Fue, sencillamente, como comenta Angulo en su estudio, por ser mujer.

Tras esto, siguió escribiendo: La sonámbula, Hortencia y La aventurera.

En 1855 se casó de nuevo, esta vez con un militar canario, Domigo Verdugo, en una boda cuyos padrinos fueron los reyes. Los biógrafos no se ponen de acuerdo sobre lo que sucedió el 14 de abril de 1858 con él, pero el caso es que fue herido y su salud, a partir de ese momento, se deterioró. Para ver si era posible que el clima de Cuba lo mejorase, fue destinado allí y con él se desplazó Tula. Fue recibida con honores, e incluso inauguró un teatro que lleva su nombre. En octubre de 1863, sin haber logrado la ansiada mejoría, su segundo esposo falleció.

En ese tiempo había escrito las que serían sus últimas obras: El artista Baquero y Dolores; también abrió una revista literaria, El álbum de lo bueno y lo malo, pero no duró mucho tiempo.

A la muerte de Domingo quiso retirarse de nuevo a un convento, pero la intervención de su hermano Miguel lo impidió. Viajó entonces: Estados Unidos, Sevilla, Francia, Madrid, escribiendo algunos poemas menores. La muerte de Miguel en el 69 la dejó abatida, tanto que su última obra, Catilina, es tan extraña que no se pudo representar.

Murió en Madrid, el 1 de febrero de 1873 a los 58 años, sola y decaída, y a día de hoy está considerada una de las precursoras del movimiento feminista en España.