martes, 20 de agosto de 2019

EL PRINCIPIO DE LA COLINA DEL ALMENDRO



C A P Í T U L O 1







Almond Hill
Residencia de los condes de Barton
27 de julio de 1913

Querida Camille:

Me ha entristecido leer en tu carta que no vendrás a visitarnos. Esta casa hace tiempo que necesita que algo de luz entre por puertas y ventanas, y estoy segura de que solo tú puedes lograr que eso suceda. Ya sé que no te entiendes demasiado bien con papá, pero seguro que nos las podemos arreglar para que apenas coincidáis más que en las comidas, como en agosto pasado. Echo muchísimo de menos a mamá desde que murió, la preciosa familia que teníamos, y solo tus cartas me han servido de alivio en este tiempo en el que en Almond Hill solo se respira tristeza. Piénsalo, Camille, quizá encuentres un par de semanas para tu ahijada, que te extraña mucho.
Tuya,
Mary E. Davenport


***



Viernes, 1 de agosto de 1913

Pasaban unos minutos de las once de la mañana cuando la señora Durrell, el ama de llaves de Almond Hill, interrumpió la tranquilidad de la biblioteca para anunciar una visita. El ocupante de la sala, Richard Davenport, conde de Barton, bebía en esos una copa de brandy mientras lidiaba con la correspondencia del día. Sentado en el elegante escritorio de caoba, levantó la vista hacia la mujer y le dio instrucciones para que hiciera pasar al visitante, pero no antes de diez minutos. En ese tiempo ordenó con tranquilidad los papeles que tenía esparcidos sobre la mesa y los guardó en un cajón.
Educado en la elitista escuela de Eton, Richard era un hombre serio y de costumbres severas. Solo había algo que alteraba la sobriedad de su carácter, su insana afición a las bebidas espirituosas, que había ido en alza tras la muerte de su esposa Elisabeth. Levantó la vista hacia el retrato de ella, situado sobre la chimenea, y por un momento pensó en que debería ser su última copa. Casi se había convencido, pero instantes después, empujado por la ansiedad que lo consumía, apuró el licor y dejó la copa con brusquedad en la mesa. 
Volvió a sentir cómo la rabia le invadía, como hacía día tras día desde hacía un año, cuando la condesa murió por unas fiebres sin haberle dado un hijo varón.
Se había casado veinticinco años antes con ella, la hija mayor del duque de Bedford, y poco después había nacido su primogénito, un niño débil y enfermizo que, a pesar de los cuidados que le prodigaron, no logró sobrevivir. Tampoco lo hizo otra criatura, que se malogró a mitad del segundo embarazo de la condesa. Con el tiempo, la fortuna les sonrió y fueron padres de dos preciosas niñas tan distintas como la noche y el día: Mary Elisabeth y Mary Ellen. Sin embargo, esa felicidad siempre tuvo un pero para Richard: no tuvieron un hijo varón, lo que era causa de los desvelos del conde. Esto suponía que las posibilidades de conservar Almond Hill para los suyos eran prácticamente nulas. El patrimonio familiar no lo heredarían sus niñas, sino que pasaría, inevitablemente, al hijo de su primo, Charles Davenport, un joven de veinticuatro años asiduo de bailes y carreras de caballos, y bastante dado al despilfarro. Que Charles se quedase con el título supondría que sus hijas probablemente se tuvieran que marchar de Almond Hill a su muerte. Necesitaba conseguir antes para ellas un buen casamiento que mantuviera su estatus intacto. 
Pero no era su único problema, algo más tenía desesperado al conde: la inmensa fortuna heredada de sus antepasados había mermado de manera alarmante en los últimos años. Él mismo se encargó de dilapidar el dinero, tras algunas gestiones hechas con muy poco criterio. Cierto era que conservaba intactos sus bienes, Almond Hill y los terrenos aledaños, inmensos jardines verdes que se transmutaban en un frondoso bosque donde era frecuente encontrar corzos y faisanes, pero el banco al que había pedido un crédito para cubrir las deudas contraídas por sus fallidas inversiones exigía su devolución y no sabía con qué afrontarlo. Las rentas no daban para tanto y, si no actuaba pronto, habría que empezar a tomar decisiones drásticas, a menos que quisiera perderlo todo. 
Esa mañana esperaba la visita de un representante del banco con el que tenía que renegociar el importe de los plazos, por lo que se sorprendió cuando vio entrar a un desconocido en la biblioteca. Los ojos de Richard Davenport se enfrentaron a los de un señor de escasa estatura, ataviado con un gastado traje de tono gris.
—Buenos días, señor. Encantado de saludarle. Permítame que me presente: soy Angus Stockman, abogado de Londres.
El hombre se quedó plantado en medio de la biblioteca, esperando que le ofrecieran asiento en uno de los cómodos sillones de la sala, pero Richard no hizo el gesto de invitarlo. Frente a él, sobre la mullida alfombra traída de la India por el anterior conde de Barton, preguntó:
—Buenos días, señor Stockman, ¿a qué debo su visita?
Stockman, un hombre calvo y orondo que bordeaba los cincuenta, extrajo un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente. No hacía calor, así que no cabía nada más que pensar que la noticia que traía no era fácil de transmitir y estaba destemplando sus nervios.
—Me envía mi cliente, el señor John Lowell, para… —se interrumpió, haciendo uso del pañuelo de nuevo, dejando la frase inconclusa.
—¿Para? —le animó Richard Davenport.

...

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martes, 13 de agosto de 2019

EL VERANO NO LECTOR

Hace años, esperaba el verano con impaciencia. Era un tiempo mágico en el que tenía todas las tardes para dedicar a leer, algo vetado en invierno. Entre las obligaciones del trabajo y de los niños, apenas me quedaba tiempo ni energía ni siquiera para llegar a la cama con ganas de abrir un libro. Por eso, las tardes de verano suponían la oportunidad de resarcirme de ese tiempo de no lecturas.

Lo tenía todo controlado.

Después de comer, acostaba a la bruji para que se echase la siesta, mientras yo esperaba con mi príncipe. A veces veíamos la tele, otras jugábamos y, las más, mientras él se entretenía con cualquier libro -me salió curioso-, yo aprovechaba para escribir un par de horas esas historias que ni por lo más remoto imaginaba que algún día leería alguien.

Cuando ella despertaba, les daba la merienda y nos íbamos al parque.

Llegar hasta allí, con el calor aplastándonos por el camino, era costoso, pero la recompensa vendría a la vuelta cuando, sobre las ocho de la tarde, cuando el clima era más benévolo, tuviéramos un agradable paseo de vuelta a casa.

Una vez allí, bajo los enormes pinos de quince metros de alto, mi príncipe buscaba a sus amigos, mi bruji jugaba con el cacharrerío que siempre acarreábamos y yo abría mi libro. De vez en cuando echaba un vistazo, para ver si todo estaba tranquilo, pero la verdad es que son tan buenos que tenía poco que vigilar.

Leía.

Un libro detrás de otro, con la tranquilidad que da saber que nadie te va a interrumpir en tu tarea. Mientras estaba en ese parque, también estaba en París, resolviendo un asesinato al lado de un detective desastroso, o me había ido a la Edad Media, de la mano de un hombre que tenía buena mano con los caballos. O, alguna vez, me sumergía en las aventuras de un niño mago, que me tenían tan fascinada como si la niña fuera yo. Daba igual, nunca he sido fiel a un género, porque creo que los buenos lectores lo son de todo, o al menos eso es lo que aprendí en mi biblioteca del alma.

Esos veranos era capaz de resarcirme de todo el tiempo de sequía lectora y, cuando acababan, me quedaba un poco la pena de saber que me esperaban otros nueve meses de intenso trabajo hasta que pudiera volver a emprender esa mágica rutina.

Pero los niños crecen, las obligaciones de madre que va al parque con ellos llegó un verano que desaparecieron. Ya iban solos a la piscina, con sus amigos, y yo no tenía nada que vigilar. Sin mis pinos, la brisa suave que mitigaba ese calor insoportable, sin ese trabajo extra, empecé a quedarme en casa. Con el ordenador a mano, casi cada verano he escrito una novela. Algunas se han publicado, otras permanecen en mi disco duro a la espera de que les llegue el turno. Leer dejó de ser una prioridad, aunque no lo abandoné.

Hasta 2019.

No sé si es que está siendo un año atípico en todo, pero el caso es que no encuentro el libro que me haga retomar el hilo, el que me enganche de nuevo a esto tan mágico que es leer. Lo he intentado, he leído muchísimos fragmentos en mi kindle, pero ninguno ha cubierto expectativas y los he dejado correr. Ya no eran las faltas de ortografía -que las hay hasta en los que presumen en sus perfiles de no tenerlas-, era el aburrimiento mortal de que me contaran una historia repetida sin el aliciente de una escritura fascinante. O que yo no tengo ganas de seguir haciendo lo mismo que he hecho hasta ahora, que hasta lo que más nos gusta llega un día que nos cansa y necesitamos explorar nuevos senderos.

Quizá este verano no lector me esté diciendo algo.

No sé, tendré que darme tiempo para averiguar si es lo que sucede.

viernes, 9 de agosto de 2019

POR QUÉ CREO QUE VALORAR LIBROS CON PUNTOS ES UN ERROR



Hace un rato he estado en un blog leyendo una reseña. Hay un libro que me apetece, pero lo quiero en papel y es caro, y como tengo una pila de pendientes me está entrando un cargo de conciencia horroroso comprármelo. Así que, por ver si valía la pena, me he puesto a ver qué se dice de él. Esto no es muy científico, la verdad. Sé que cada lector es un mundo, cada lectura depende, no solo de la novela, sino del propio estado de ánimo del lector, así que mi estudio no servía para nada.

Pero he llegado a otra conclusión.

En este blog, como en miles más, el final de cada reseña era una puntuación del 1 al 5. Incluso redondeando, había veces que era un 3,75  (que no tengo ni idea de cómo se llega a esta conclusión con un libro, pero bueno, no es a lo que iba).

A lo que iba es al tremendo error que creo que es valorar así.

Quien reseña una novela no tiene datos válidos para decirme si es un 1 o un 5. No los tiene porque en el arte no hay normas, todo depende de lo que se logre transmitir a quien está observando, ya sea una pintura, una escultura o, como este es el caso, un libro. 

A alguien puedes transmitirle un mundo de sensaciones, dejarlo maravillado, y a otro, con las mismas palabras, dejarlo frío como un témpano.

Además, creo que para puntuar hay que tener una formación enorme en literatura para valorar aspectos técnicos que, en la mayor parte de las reseñas que leo, no están. No se analiza el narrador, las metáforas, el tiempo o el espacio nada más que de una manera superficial, y de los personajes normalmente solo se juzga si han conseguido empatizar con ellos. Esta misma mañana, por ejemplo, hablaba con mis niños de segundo de ESO -los que tienen que recuperar en septiembre- sobre la novela histórica y les decía que muchas veces en esas novelas que aparentemente son de otra época se hace, a través de acontecimientos del pasado, una crítica del presente del autor, disfrazada en la ficción. Puede ser un modo de sortear épocas de censura, como sucedía con las obras teatrales de Buero Vallejo a mediados del siglo XX, o sencillamente porque el autor quiera establecer un paralelismo. Esto, por ejemplo, jamás lo he visto comentado, y sí lo he visto en libros que he leído. Muchísimas veces. Y eso, por ejemplo, no se valora porque estoy segura de que a muchos lectores se les pasa por alto, embaucados como están en la bonita historia que conduce la trama. En las emociones que provoca en ellos, que al final son las que deciden ese número al final de la reseña.

Veo más errores en esto de puntuar.

El principal, uno que me ha asaltado al leer, en este blog, son las puntuaciones que da a libros que yo he leído. Diferían mucho de mi percepción. Independientemente de que yo no pondría jamás un número, me estaban diciendo: "la novela X es mejor que la novela Y y por eso le doy más puntos". Y yo, habiendo leído ambas, no podía estar más en desacuerdo. Lo que me lleva a pensar que no puedo fiarme del criterio de ese blog, no solo porque no coincida con el mío, sino porque a la novela X resulta que yo le vi fallos graves de coherencia, una narración ramplona que se entretenía en contar más que en mostrar y una trama previsible que recalaba en todos los clichés, pero sin gracia, mientras que la Y me pareció un texto agradable, cuidado, delicado, con infinitos matices que se podían comentar y que dejaba de lado los tópicos para adentrarse por sendas menos transitadas, pero más certeras.

En ambos casos, era solo mi percepción la que estaba hablando... Mi manera de enfrentarme a la obra, mis sensaciones ante la contemplación del libro. Mías y de nadie más.

¿Sirve de algo entonces poner un número?

Para mí, esta claro que no. De hecho, leídas algunas de las reseñas, sin eso, no tendría que ponerle ninguna pega al contenido del blog. Entendidas como algo personal y subjetivo, sus reseñas eran perfectas. Respetuosas, sin spoilers, correctas.

Total, que al final de mi investigación, no sé si comprarme el libro o no.

miércoles, 7 de agosto de 2019

ESCRIBIR UNA NOVELA



¿Cuándo se tarda en escribir una novela? Me han hecho esa pregunta muchas veces y no tengo una respuesta exacta. No existe un tiempo de germinación de la idea ni hay fórmulas mágicas de riego del manuscrito, ni abonos que se puedan comprar en cualquier parte y que vengan con instrucciones precisas sobre el tiempo que se necesita para que esté lista.

Escribir no se mide con relojes ni calendarios.

No se puede.

Es lo más impredecible que conozco.

Yo he tardado cuatro años en terminar una novela. Y tres meses. Y dos años. Y 267 días. Y un suspiro. Y también ha sido un agónico periplo que ha durado más tiempo del que tardó Ulises en volver a casa.

¿Cómo se escribe una novela? Eso sí lo sé. Eliminando lo superfluo. El lector no es idiota. No quiere que le digas que tu personaje está desnudo ante sus ojos, quiere verlo. Le importa una mierda que le expliques qué siente, necesita sentirlo.

¿Entiendes ya la fotografía que acompaña a este texto? Así se escribe, ese es el cómo. Desnudo. Expuesto. Vulnerable. Sin esconderse bajo mil capas, porque entonces todo se vuelve mentira. No hay moda que valga, ni plan de marketing ni nada. Si no hay alma, la historia se olvida.
Me queda una pregunta, ¿para qué se escribe?

Esa ya no sé si sé responderla. En este mundo tan rápido, quizá para que esos cuatro años, tres meses, dos años, 267 días, un suspiro o el tiempo que tardó Ulises en volver a casa se esfumen en una semana, perdidos entre tanto ruido. Solo se me ocurre para quién escribir: para ti mismo.

Desnudo.

Auténtico.

Así siempre merecerá la pena.

martes, 6 de agosto de 2019

LAS MUJERES EN LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Foto tomada de Nueva Tribuna


El papel de las mujeres en la guerra cambia de manera significativa con la Primera Guerra Mundial. De abnegadas madres y esposas que despiden a sus maridos e hijos cuando van al frente y los esperan con angustia, pasan a tener un papel activo en la sociedad, debido a la enorme magnitud del conflicto.

Y al tiempo que duró.

Al principio, todo el mundo pensaba que esa guerra que había comenzado en Europa con la invasión de Bélgica camino de Francia por parte de Alemania duraría muy poco. Iba a ser un conflicto que se solucionase en muy pocos meses. Sin embargo, se equivocaron. Se fue alargando en el tiempo, engullendo vidas con una ferocidad nunca antes conocida, y fue necesario contar con todas las manos. Incluidas las de las mujeres, que tradicionalmente se mantenían en un papel como el que decía al principio.

Pero los tiempos habían cambiado.

El abastecimiento del frente era necesario, había que seguir fabricando munición para alimentar a la bestia que estaba asolando el mundo, y los hombres eran llamados a filas. Las mujeres, en ese momento, se convirtieron en el foco de atención de la industria, que necesitaba sus manos para suplir las que habían cambiado las máquinas por armas.

El movimiento sufragista, activo en sus reivindicaciones hasta ese momento, cambió de discurso. Vieron en la guerra una oportunidad de oro para mostrar su valía, para demostrar que las mujeres eran tan capaces como los hombres de trabajar en las fábricas. Pospusieron esa lucha por el voto hasta que todo acabase y animaron a las que ya estaban convencidas, o en proceso de estarlo, a que pasaran a la acción. El pensamiento era en realidad lógico: si demostraban que podían hacer las cosas tan bien como los hombres, luego, cuando todo acabase, tendrían más argumentos para pedir que se les dejase opinar en asuntos políticos.

La industria bélica fue quien más mujeres incorporó a sus filas. Antiguas costureras, empleadas domésticas, niñeras... dejaron sus trabajos para fabricar munición con la que surtir al ejército, o se fabricaron botas, uniformes, tiendas de campaña... En jornadas de once o doce horas, y por un sueldo siempre menor que el de los hombres, se dejaron la piel y muchas veces la salud, expuestas como estaban a gases tóxicos que, en ese momento, todavía no se habían revelado como el veneno que eran.

La propaganda, tan importante en cualquier conflicto, las animó a que se pusieran manos a la obra y muchas respondieron. La misma propaganda que, una vez acabado el conflicto, las empujó a que recuperasen su papel de esposas y madres de familia, alabando esa tarea como si fuera la única que pudieran desempeñar.

Los sueños de las sufragistas, en realidad, no se cumplieron. Los hombres, tras la guerra, volvieron a ser mayoría en las fábricas, pero un pequeño atisbo de avance se produjo a finales de 1918. El 14 de diciembre, en Gran Bretaña, las primeras mujeres pudieron votar. Es cierto que con muchas restricciones, pero ese paso ya estaba dado.

De esto va también La colina del almendro...