miércoles, 14 de marzo de 2012

LA PARTIDA con ENRIQUE OSUNA.

Una de las cosas que no soy capaz de hacer es jugar al ajedrez. Cuando era pequeña siempre escuchaba a los mayores decir que las personas que jugaban al ajedrez eran muy inteligentes, porque es un juego que estimula el cerebro. Yo, sin haber oído jamás hablar de silogismos, construí el primero de mi vida:

          - Los que juegan al ajedrez son inteligentes.
          -Yo no sé jugar al ajedrez
          -Luego, yo, soy tonta (lo contrario de inteligente).

Y me quedé tan ancha, suponiendo que mientras eso no fuera capaz de cambiar en mi vida, seguiría estando vetado mi acceso al templo de las personas de una inteligencia admirable.

 Uno de los regalos de mi comunión fueron unas fichas de ajedrez. Eran especiales, tan bonitas, tan diferentes a las típicas, que muchas veces las usé para jugar con ellas a cualquier otra cosa. Ponía las cuatro torres formando un cuadrado en las esquinas del tablero, que simulaba ser la casa de los clicks. Los reyes y reinas, eran las visitas, que venían a caballo, con sus sirvientes los alfiles. Alrededor de la casa imaginaria situaba a todos los peones, los guardaespaldas de las personas importantes que ese día habían venido a honrar a mis muñecos. A veces hacían un pasillo, como en el fútbol, al bombero y al mecánico con barba de tres días. Pero es que, en mi ajedrez los caballos son caballos y las torres, torres. Los alfiles llevan un casco en las manos y los peones, escudo en ristre, posan muy chulitos en mini falda. La reina lleva una lira en las manos y una túnica que deja ver su pierna derecha y el rey…, ese es la caña. Tiene el escudo a sus pies con un templo clásico pintado, una barba imponente y la única ropa que lleva es un trapo que sujeta muy cuco por delante, dejando descubierta su tableta de chocolate y, por detrás, el culo. ¡Quién puede pensar en jugar al ajedrez con esas fichas! Yo, por lo menos, era incapaz. Mi imaginación daba vueltas e inventaba historias mucho más entretenidas que moverlos simplemente por un tablero. Y además, para eso no me hacían falta contrincantes.



Por eso, a estas alturas de mi vida, sigo sin saber jugar. Ni lo mínimo. Sigo siendo tonta, como en el silogismo.

Como no sé estarme tranquila, le he pedido a alguien que conozco, que sabe mucho de este juego, que me enseñe. Lo practica e incluso compite de vez en cuando. Aunque no sé si tendrá paciencia conmigo. Él es Enrique Osuna Vega, autor de El eterno olvido, una novela que a todos los que la hemos leído nos ha atrapado y en la que el ajedrez tiene mucha importancia. 

Llega a nuestro punto de encuentro, una tranquila cafetería en la que hay una mesa al fondo con las fichas preparadas. Allí estoy yo, sentada, adelantando la única tarea que creo que sé hacer: colocarlas.
-¿Qué tal, Enrique?
-Encantado de tomar un café contigo.
-Mira, ya he colocado las fichas —le digo tan contenta.

       Sonríe, condescendiente, como si mirase a una niña pequeña y con delicadeza me indica mi error: las he colocado justo al revés.
-No te preocupes; es un error que no escapa a nadie, ni a quienes jugamos con frecuencia. Aunque nosotros nos percatamos rápidamente de ello -me aguanto la risa que me provoca mi propia incapacidad para algunas cosas-. Hay un truco que no falla: cuadro blanco a la derecha o cuadro negro a la izquierda. ¿Sabes? El tablero no es lo más importante para jugar, ni siquiera las piezas. Lo imprescindible es el reloj.
-Si por algo quiero aprender a jugar es porque creo haber leído que te ayuda a razonar.
-La práctica del ajedrez desarrolla y estimula valores muy importantes: responsabilidad ante la toma de decisiones, sentido crítico, objetividad, juicio analítico, potenciación del cálculo, iniciativa, deportividad... Las virtudes del ajedrez son tantas que la UNESCO recomendó hace años su incorporación como materia educativa y el propio Senado español instó al Gobierno la introducción como asignatura optativa. Pero la inteligencia es otra cosa. Creo que será mejor que entierres para siempre ese silogismo del que hablabas, pues viene viciado desde la primera premisa. Te puedo asegurar que he conocido a muchos zoquetes que juegan al ajedrez. Y algunos lo hacen muy bien.
-Bueno, comencemos la partida, ¿están las fichas ya bien colocadas?
-Primera lección: no las llames fichas; les molesta muchísimo. Lo toman como un menosprecio, algo peyorativo, como si llamaras chusma a la nobleza.  Hasta que no las denomines piezas no te mostrarán sus secretos.

Me lo anoto mentalmente. A lo mejor es por eso por lo que no he aprendido, porque desde el principio lo estaba haciendo todo mal.
-¿Y qué secretos esconde el ajedrez?
-La belleza, la precisión, la armonía, el infinito... Tú amas la literatura, ¿verdad?
-Por supuesto. Me gusta todo, leer, escribir, descubrir lo que hay detrás de cada obra, el tiempo en el que fue escrita… No me canso nunca de aprender.
-Pues existen más libros publicados sobre ajedrez que si juntamos el resto de deportes conocidos. Y cada libro esconde una curiosidad.
-Cuéntame una curiosidad, pongamos, matemática…
-Está calculado que después de que ambos jugadores hayan realizado su tercer movimiento pueden aparecer sobre el tablero más de nueve millones de posiciones distintas.
-No me lo puedo creer. Yo ya me liaría con nueve posibilidades, así que ¡nueve millones! No creo tener espacio en mi disco duro cerebral para tanto…
-Pues esto es peor: se estima que se pueden jugar más partidas distintas que átomos existen en el universo conocido.
-Eso ya es que no me lo pienso creer. ¡Me estás tomando el pelo!
-Está demostrado. Si te digo la verdad, podría estar hablando de ajedrez durante horas, relacionándolo con cualquier cosa: música, cine, historia, literatura, turismo, sociología, erotismo...
-Alto ahí, ¿erotismo? –le pregunto curiosa. Me acuerdo de mi ajedrez y mi rey super sexy.
-Claro, ¿por qué crees que accedí a hacer este viaje? Quería ver con mis propios ojos ese ajedrez del que hablabas, de minifaldas y piernas desnudas, ja,ja. Ahora en serio, me estoy acordando de un fuerte jugador de ajedrez y eminente psicólogo, Reuben Fine. Nada que objetar sobre su maestría con los trebejos, pero como psicoanalista, al más puro estilo freudiano, se lució. Como muestra, un botón: “El abundante simbolismo fálico del ajedrez proporciona cierta satisfacción fantasiosa del deseo homosexual, particularmente del deseo de masturbación”. En fin, si con esto no acabo con tu silogismo...
       -¡Me parece que nos tenemos que centrar en lo que yo quería al principio! Vamos a hablar un poco de ti. Dime, ¿cuándo empezaste a escribir?
-Lo primero que escribí con cierto contenido fue el regreso de mi familia a casa tras los años de emigración. Tenía apenas seis años y solo eran las impresiones de un niño plasmadas en una libreta.

        Sonrío. Aún conservo cosas escritas con diez años, plagadas de faltas de ortografía que me provocan cierta ternura y un poquito de vergüenza. Yo creo que cuando tienes el "gen literario", se manifiesta sí o sí. La mayoría de las veces muy pronto.
      -¿El ajedrez, la lógica que requiere, te sirvió cuando escribiste la novela, para estructurarla o para ir resolviendo la trama?
        -El ajedrez forma parte de mi vida; seguro que su hechizo se cuela también en mi forma de escribir.
       -¿Cómo se te ocurrió ese nombre tan raro para el juego en el que participa Samuel, uno de los protagonistas de El eterno olvido?
-Kamduki es una denominación que tenía registrada, porque estaba previsto utilizarla en un proyecto que traía entre manos con un amigo. Originariamente, el nombre elegido era Twinitis, pero encontramos algo similar en Patentes y Marcas y decidimos cambiarlo. Hubo que trabajarlo. Veíamos comercial la letra K. Salíó Menduki y, de ahí, Kamduki. Lo más parecido que existe es una pequeña aldea en Irán.
          -Los personajes de la novela, ¿están basados en personas reales?
-Sólo copié el aspecto físico de Flenden, la forma de ver la vida de Lucía y el modo de ser de Esteban.
          Una de las cosas que más me gustan de El eterno olvido es que tienes la sensación de pasear por lugares vividos. A veces, en algunas novelas, el autor escribe sin conocer y entonces suena impostado, pero no es el caso de este libro. Se lo voy a preguntar. Las piezas siguen quietas en el tablero, la charla es amena y prefiero que hablemos un rato, antes de que Enrique descubra lo torpe que puedo llegar a ser. No quiero desesperarle y que se aburra de mí.
-Los escenarios están muy bien narrados, ¿los conoces todos?
-Todos, toditos. Me encanta viajar, y esta pasión es común a mi mujer y a mis hijos. Lo hacemos cada año desde que nos casamos. El tipo de viaje lo marca el presupuesto. En momentos de vacas flacas no descartamos excursiones tipo Imserso. ¡Querer es poder!

      Me lo imaginaba, si es que hasta parecía que podía "ver" Noruega mientras iba leyendo…
          -En el libro se narra una historia pero también hay muchos párrafos en los que reflexionas, y eso te lo han criticado a veces. ¿Tú qué opinas sobre eso?
-Cuestión de gustos; tendría que contabilizar quiénes ven las reflexiones pertinentes y quiénes no. Si estuviese claro que ganaba el segundo grupo, no habría nada más que hablar. Asumiría que no gusta mi forma de escribir y punto, a seguir jugando al ajedrez.
-Las reseñas están ahí, ¿por qué no lo compruebas?
-Buena idea. ¿Hay Wi-Fi en esta cafetería?

La búsqueda nos lleva quince minutos, en los que, al leer las reseñas de la novela por encima, buscando lo que nos interesa, vamos recordando algunas apreciaciones hechas desde los blogs muy enriquecedoras. Me recuerda que el reloj avanza y dejo de entretenerme.
-De las diecinueve reseñas de la lectura conjunta, nueve no comentaron nada sobre este particular, cuatro manifestaron estar en contra de las reflexiones, otras tantas las valoraron especialmente y hubo dos que optaron por una posición intermedia. Visto lo visto, la cosa no está nada clara. Quizás un poco de recorte hubiera contentado a todos, pero hay que considerar que El eterno olvido no es solo un thriller, es también un libro comprometido. Y esto suele ocurrir con este tipo de libros. Salvando las distancias, me viene a la memoria la obra de Paulo Coelho. Los críticos lo despedazan, pero sus libros gustan y se venden como churros, así que, al buen hombre le importa un pepino la crítica. Sobre las reflexiones que han disgustado a algunos lectores, hasta la fecha nadie me ha especificado cuáles en concreto, para poder estudiar con atención si eran o no necesarias. Porque yo sigo viendo imprescindibles las de Lucía, Julián o Flenden. De cualquier modo, tomo nota de la opinión de cada lector y, seguramente, aunque sea mi subconsciente, hará retraerme en el futuro. Pero una cosa tengo clara: no voy a cercenar la libertad de los personajes. El protagonista principal de mi próxima novela, en una de estas explotará, y entonces escupirá sapos y culebras por esa boca, y tendrá sus razones para hacerlo. Y no seré yo quien le diga que no lo haga porque habrá lectores a los que no gustará el carácter moralizante que puedan tener. Para eso, mejor no escribo.

Yo hago siempre lo que me apetece, sin importarme mucho la opinión de los demás. Escucho, eso sí, y si me parece sensato acepto los consejos, pero si no, siempre prevalece mi opinión. Mis criaturas son mías. No puedo estar más de acuerdo con Enrique. Además, en la vida las piezas no son exactamente blancas o negras. Mira, esto la diferencia del ajedrez.
-En qué trabajas ahora, literariamente hablando…
-Estoy en algo muy distinto a mi primera novela: no es un thriller y la trama, los personajes o el escenario donde se desarrollan los acontecimientos no tienen nada que ver. Sin embargo, vuelven a aparecer muchas cosas conocidas: realismo, ciencia ficción, amor, odio, solidaridad, lucha, agonía, angustia, emoción...
          -¿Qué te parece todo esto de los blogs, la difusión que se les está dando a autores que no cuentan con el apoyo de potentes editoriales?
          -La labor de los blogs es encomiable. Yo, desde luego, no tengo palabras para agradecer el trato que me han dispensado, sin conocerme de nada. Pero también es cierto que el mundo de los blogs se mueve en un circuito hasta cierto punto cerrado. Me explico: El eterno olvido ha sido reseñado con éxito en más de cuarenta blogs. Eso implica que 500 personas, 1000, puede que 2000, conozcan la novela. Pero hay un gigante que se llama Amazon que puede convertirse, si no lo es ya, en el juez que decide qué autores serán los más leídos. No se trata de una imposición autoritaria, pues los lectores son los que eligen, pero yo, desde luego, desconozco la clave que hace que alguien prefiera un título y autor desconocidos antes que otros.

          Yo tengo algunas sospechas, y se las hago saber.
      —Mi opinión sobre esto es que hay gente que domina determinadas herramientas de marketing que no todos conocemos. He visto que muchos ponen sus novelas ciertos días en descarga gratuita y bombardean a sus contactos para que se las descarguen, para subir puestos en el ranking. Sin embargo, ¿quién asegura que todas esas descargas se convierten en lecturas? Si piensas que eso es lo que te hace visible para las editoriales, o incluso para los potenciales lectores, está bien, pero la calidad, lo que la novela transmite, debería prevalecer siempre y supongo que es así al final. Si se la descargan y no la leen…
     -Es cierto que existen muchas estrategias, desde la que mencionas hasta cambiar constantemente la fecha de publicación para que la novela siempre figure en las listas de novedades, pero, independientemente, creo que el cliente estándar de Amazon es un tipo singular, con un determinado rango de edad, cultura y estatus económico. Y le importa mucho el título, la portada y el precio. Lograr captar su interés será muy importante en el futuro. De hecho, ya lo es: recordemos que una conocida editorial  acaba de apostar por autores que están triunfando en Amazon.

    Sonrío. Conozco a algunos de ellos y no sólo porque haya leído sus novelas. Me alegré muchísimo cuando surgió la noticia. Sé que esto está cambiando, pero todavía estamos entre dos aguas y a todos, me parece, nos ilusiona un poco más el papel que el mundo digital. Me cede gentilmente las piezas blancas y me dice:
          —Realiza tu primer movimiento. No importa si sabes o no mover. Esto es una batalla, un reto, una aventura. ¿Qué harías en primer lugar? ¿Dónde te gustaría estar?

Me sudan las manos, no tengo ni idea. Me pregunto si en el fondo Enrique no habla de ajedrez sino de la vida, dónde me gustaría estar, pero dejo de lado esos pensamientos. No me quiero distraer. Yo tengo las piezas blancas (plateadas para ser exactos) y después de dudar mucho me decido por desplazar uno de los peones minifalderos. Me acuerdo que mi primo Manuel, de pequeños, me dijo un día, tumbados en el suelo de mi habitación, antes de aburrirse de mí que avanzaban hacia la casilla de delante. En la primera jugada, podían ser dos casillas. Miro a mi peón a los ojos, por si me hace un guiño, pero está muy serio. No parece tener ganas de ayudarme. Es el que me queda más a la derecha.
          —Muy bien, Mayte. Podrías haber dado un solo paso, pero optaste por dos. Sin embargo, a la vez que demuestras que no eres timorata, tomaste un peón alejado, para esperar acontecimientos desde un lado del tablero. Valentía y prudencia. Yo voy a mover mi peón de rey dos pasos para hacerme con el centro. Desde allí controlo todo el campo de batalla. Con la práctica comprenderás que debes luchar por el centro desde el principio, que esperar o plantar cara cediendo el mando solo acarreará sufrimientos.

    ¡Vaya! Un solo movimiento de una pieza de ajedrez y descubro que me define casi a la perfección. Este juego sí que es especial. Una vez decidido el inicio le pregunto más cosas. No quiero distraer a Enrique, pero es que me acuerdo de repente del túnel de Laerdal. Me siento tan perdida como Samuel.
   — ¿Por qué encerraste a tu personaje en un túnel? ¿Tiene algo de simbólico?
La idea inicial no era esa, pero luego vino como anillo al dedo. “La vida es como un largo y negro túnel donde nos empeñamos en no ver la luz”.

      Nos centramos en la partida. Enrique, con paciencia, me va enseñando movimientos y, poco a poco, empiezo a entender algo. Sin darnos apenas cuenta el tiempo pasa y, finalmente, cuando ya me estoy perdiendo, me dice que me ofrece tablas. Le agradezco la cortesía y nos despedimos con un "hasta pronto". Si no nos encontramos en una partida de ajedrez nos encontraremos en esta gran partida que es la vida. De momento ambos somos peones de la literatura dispuestos a aprender para convertirnos en los reyes del tablero.


Enrique Osuna
Mayte Esteban

martes, 13 de marzo de 2012

LA REBELDÍA DEL ALMA de ARMANDO RODERA




Autor: Armando Rodera
Ilustrador: Arantza Soto
Edición digital, 4 de marzo de 2012.
Disponible en: Amazon


SINOPSIS (extraída de Amazon):

Susan Mckennan atraviesa una dulce etapa en su vida, tanto personal como profesionalmente, aunque las desavenencias con su familia le impiden disfrutar de ese buen momento. Decide entonces ir a la casa familiar para intentar arreglar esos problemas, pero el destino le juega una mala pasada. En el camino se detiene un momento a sacar dinero de un cajero y entonces es atacada por un delincuente, que la dispara y deja malherida en medio de la calle. Susan es trasladada de urgencia al hospital y operada para salvar su vida, pero los médicos no pueden impedir que caiga en coma.

Días después, aunque para el resto del mundo continué en esa situación, Susan se percata de que su organismo se encuentra en un estado intermedio entre la conciencia y el coma. No puede hablar, ver ni moverse, pero el resto de sus sentidos se han agudizado al máximo, siendo consciente de todo lo que ocurre a su alrededor. En esas circunstancias conocerá de primera mano las disputas entre miembros de su familia o las conversaciones entre el personal médico. La angustiosa situación que vive la protagonista empeorará al conocer que ella es la única testigo de un hecho crucial, motivo por el cual ha sido tiroteada.

Susan deberá esforzarse para recuperarse del coma, ya que tanto ella como su pareja están en peligro. Oscuros intereses se mueven detrás de estos sucesos y Susan es la única que puede impedir el fatal desenlace. Se verá entonces abocada a una lucha cruenta contra su propio organismo y la maldad personificada de sus enemigos si quiere seguir viviendo.

"La rebeldía del alma" es una novela diferente: un intrigante drama con dosis de suspense que incluye una historia de amor poco convencional y una trama negra como leiv motiv de toda la obra.


MI OPINIÓN.

Después de haber leído las dos novelas anteriores de Armando Rodera no podía perderme el lanzamiento de esta nueva obra. Sabía, por lo que anticipa el argumento, que no iba a encontrar una historia en la línea de las anteriores. Habría una trama de novela negra de fondo, pero también una historia de amor y reflexión, una historia, según las palabras de Armando, diferente. Claro que lo es, porque la pareja protagonista está formada por dos mujeres, algo que afortunadamente no es demasiado inusual en nuestra sociedad actual. Hemos avanzado mucho en este país con ese tema y aunque todavía puede haber sectores concretos que se escandalicen, no es mi caso. Entre mis amigos hay parejas de este tipo y yo lo que siento al estar con ellos es que se quieren muchísimo. Con eso, a mí el resto de consideraciones sobre su persona me sobran.

Pero vayamos con la obra. 

El género que aborda esta vez Armando Rodera está entre la novela negra, que conduce la trama de fondo, y la novela romática, con la historia de amor entre Susan y Denisse. Para exponernos el argumento, elige dos narradores: uno es la misma Susan, en primera persona, que nos va narrando su cautiverio. Es una prisión especial, su propio cuerpo que la mantiene presa de un coma extraño que le permite enterarse de todo lo que ocurre a su alrededor pero, a la vez, no deja que ella se comunique con los demás. Susan entretiene su tiempo en reflexiones y a través de ellas vamos conociendo su pasado, los hechos que la han ido conduciendo a la persona que es. Este tipo de narrador le da la excusa también para reflexionar sobre las implicaciones que tiene para su vida su condición sexual, además de la angustia que siente al conocer la identidad de quien pretende acabar con ella.

El narrador omnisciente, en tercera persona, nos deja ver al resto de los personajes desde fuera de la subjetividad de Susan a la vez que conduce el argumento principal. Nos transmite los sentimientos de Denisse, embarazada de un bebé que es de ambas, de Margaret, la madre de Susan, que no termina de aceptar la relación y de sus dos hermanas, April y Megan, que no comparten el mismo punto de vista sobre su hermana mayor.

El título, La rebeldía del alma, hace referencia al empeño de Susan por quedarse, por seguir viva, por no dejarse arrastrar por una luz que en determinadas ocasiones la atrae y que para ella simboliza la liberación de la angustiosa cárcel en la que está sumida. Creo que es estimulador, que te anima a leer aunque no tenga nada que ver con la trama en la que la vida de las protagonistas corre peligro por haber estado en un lugar equivocado y en un momento equivocado.

La cronología de la historia es lineal mientras nos centramos en el narrador en tercera persona. En cambio, cuando la voz que escuchamos es la de Susan, aparecen montones de historias en inclusión y momentos de flash back que conducen al lector a ese punto de empatía que ella necesita para que la entendamos. Los capítulos, 22 en total, cada uno con su propio título anticipador, siguen un esquema lineal en avance, salvo, como he dicho, en determinados momentos en los que Susan entretiene su encierro pensando en el pasado.
El estilo en el que está escrita es formal, aunque de vez en cuando se incluyen expresiones menos formales. Es de fácil lectura para casi todo el mundo y creo que, habiendo leído las otras novelas de Armando Rodera, detecto un mayor grado de madurez literaria.

No voy a contar nada de la trama en la que se ven envueltos los personajes porque quiero que la leáis y os sorprendáis con ella.

El único "pero" que le voy a poner es la ambientación. Me ha sorprendido mucho porque en las otras dos novelas es perfecta, pero en esta me ha supuesto un problema: no lograba imaginar la historia transcurriendo en una ciudad estadounidense, por más que los nombres de los personajes estén en inglés. Se me hacía muy nuestra, como si la historia pudiera suceder en cualquier ciudad de nuestro país. Eso puede ser, tranquilamente, una percepción subjetiva mía.

El final de la novela es cerrado, lógico. Con él se solventa el conflicto y deja buenas sensaciones. La cubierta merece una especial mención: nos presenta a una muchacha reflexiva, ante el mar, perdida en su inmensidad como se siente perdida Susan ante la situación en la que se encuentra. Felicito a Arantza, que sé que ha estado muy ocupada con ella.

Con respecto a la audiencia de esta novela, el público al que va dirigida… no sé, nunca se me da bien hacer predicciones. A mí, por lo menos, me ha gustado mucho.

¿Os animáis? Como las otras, la podéis conseguir en Amazon a un precio espectacular. Dadle al enlace y comprobadlo.

domingo, 11 de marzo de 2012

EL LADRÓN DE COMPRESAS, DE SERGIO G. ROS.


En el blog de Tatty, El Universo de los libros, vi esta iniciativa, la lectura conjunta de El ladrón de compresas, de Sergio G. Ros (Cartagena, 1975). La verdad es que había leído el argumento y me había llamado la atención el título, así que no me lo pensé, y mira que soy de pensarme estas cosas, porque lo que es tiempo no me sobra demasiado últimamente.

Sinopsis
Sofía Jiménez, una estudiante universitaria de veinte años de edad, ha sido secuestrada.

Un antiguo compañero de la chica recibe un mensaje del móvil de Sofía, se trata de una imagen borrosa que la policía científica analiza, en el que se aprecia una antigua Tabla Periódica de los elementos. El comisario Cervantes decide poner a la agente Susana Ruiz en el caso, hasta ese momento liderado por el engreído policía José Mulero. Susana tiene, además, otro encargo del comisario: pedir ayuda a Vargas, un famoso detective, viejo amigo suyo.

Poco después, la comisaría de Pedreira recibe la visita del grupo de investigación del subinspector Garnero, un hombre ambicioso y con pocos escrúpulos, que toma inmediatamente las riendas del caso y todo el protagonismo mediático. Su grupo aporta, sin embargo, un nuevo y retorcido punto de vista al mismo. El secuestrador de Sofía lleva tiempo en el punto de de mira del equipo de Garnero. Se trata de un potencial asesino en serie, un psicópata con una retorcida particularidad, una patología denominada olfactofilia, un deseo sexual compulsivo relacionado con el olor de la transpiración, que le hace robar las compresas de las víctimas antes de matarlas.

Asqueado por el individualismo de Garnero, el comisario Cervantes permite a Susana Ruiz continuar sus investigaciones en paralelo, contando con la ayuda de Eduardo Cortés, el ayudante del detective Vargas. Eduardo es un joven ingeniero que conoció a Susana en el pasado.

La investigación se torna angustiosa cuando Eduardo descubre algo más: a Sofía le queda poco para que le baje la regla.

Mis sensaciones.

Comencé a leer el relato en la tablet y enseguida me vi enganchada por la historia, sobre todo por la manera en la que está escrita, con un lenguaje sencillo y fluido, aunque no por ello carente de un estilo propio. 


Sergio utiliza dos narradores: elige la primera persona para contarnos el cautiverio de Sofía, mientras que para la investigación policial prefiere un narrador externo que nos conduce por el relato, presentándonos situaciones y personajes. Me parece una elección muy acertada porque, de este modo, nos deja sentirnos en la piel de la muchacha, vivir con ella su cautiverio, los pensamientos que la invaden, su miedo y los mecanismos que utiliza su cerebro para no volverse loca. Por otro lado, el narrador en tercera persona mantiene la intriga, colocándonos en una posición de espectadores. Asistimos a la carrera contra reloj para liberar a Sofía Jiménez de su secuestrador, un tipo que padece una fobia extraña, relacionada con el olor: olfactofilia, atracción por el olor de los genitales.

La historia se desarrolla en Pedreira, un municipio imaginario de la costa mediterránea, y para fragmentarla elige también dos formas diferentes, que se insertan una dentro de la otra: por un lado establece distintas partes que se corresponden con los días de una semana a la que le falta el martes, y por otra hay pequeñas divisiones internas, marcadas con números, que hacen que los días tengan una duración irregular, desde el miércoles, que ocupa los capítulos 1 y 2 hasta los doce que forman el sábado. La historia se cierra con un epílogo, poco después de la resolución del caso, pero sin precisar exactamente cuánto. Poco después por lo que se intuye. La historia está contada de modo lineal, con las dos historias que he mencionado circulando en paralelo.

La novela cuenta con multitud de personajes la mayoría policías que investigan un caso que urge resolver. Sin embargo, algunos de ellos, por buscar la gloria personal van poniéndose zancadillas entre ellos. Mulero, un tipo con talento pero demasiado ambicioso busca con el caso colgarse una medalla, pero se verá obligado a compartir honores con los refuerzos que han llegado, al ser un caso mediático. Al frente de estos está Garnero, mucho más ambicioso que él. Ambos logran desesperar a Susana Ruiz, ayudante de Mulero, que sobre todo está interesada en lo que importa: encontrar a la chica. Logrará que el comisario Cervantes le permita llevar una investigación paralela del caso junto a Raúl Vázquez, un experto en informática. Susana también contará con la opinión de Vargas, un detective privado y su recién adquirido ayudante, Eduardo Cortés, un joven con un talento especial para descubrir claves mientras duerme, que ayudarán a resolver el caso.

Si hay que elegir un personaje me quedo con Vargas, un detective argentino afincado en España desde hace tanto que casi ha perdido su acento. De todos modos, de vez en cuando lo escuchamos y es interesante cómo maneja el lenguaje el autor en esos momentos. Después de una vida muy intensa y muy productiva económicamente, ha decidido retirarse aunque no del todo. Su filosofía vital es muy interesante. Hay en la novela momentos de reflexión, de la mano de Vargas sobre todo, alternos con momentos de acción, como la persecución de "el Botas" a Susana, ingrediente que convierten a esta pequeña novela (pequeña sólo porque es corta) en altamente recomendable.

Una cosa que me ha quedado clara, meridiana, ha sido un detalle: Susana tiene unos pechos enormes. La primera vez que lo dijo me pareció un detalle, la segunda, un recordatorio, la tercera me empecé a cansar (¡ya lo sabía!) y el resto, cuando me recuperé de lo que me chirriaba el detalle, siempre que lo leía, me provocaba una sonrisa. Lo que en un determinado momento me pareció un poco fuera de lugar, hasta machista, al final lo reconvertí en un guiño divertido, porque el personaje, aunque eso sea lo que más llama la atención de él, no es sólo un cuerpo. Ni siquiera porque sea del cuerpo nacional de policía. Es una mujer inteligente, en un mundo lleno de hombres que de ella, lo primero que ven no es precisamente su personalidad.

Me ha gustado cómo acaba, me encontré a mí misma con una sonrisa en los labios cuando la terminé. La novela la he leído muy rápido y me ha gustado. ¡Anímate! La tienes en Amazon a un precio irresistible. 

sábado, 10 de marzo de 2012

SOBRE LA ARENA DEL RELOJ

Me han preguntado muchas veces por qué escribo y la respuesta siempre es la misma: lo necesito. Da igual que esté construyendo una novela, un relato breve o simplemente una entrada de este blog. Da lo mismo si estoy emborronando una hoja que después dejaré abandonada dentro de cualquier cuaderno. La necesidad que hay en mí me empuja siempre a tener la mente ocupada construyendo a través de palabras.

Hasta hace relativamente poco tiempo, menos del que tiene este blog que en unos días cumplirá cuatro años, nadie leía mis cosas. Dos eran las razones: yo no se lo permitía y tampoco nadie ponía ningún interés en lo que yo hacía. Así que todo lo que me ha sucedido en el último año ha sido una sorpresa mayúscula, encontrarme con que muchos ojos distintos a los míos leían mis palabras y las comentaban ha supuesto un verdadero cambio.

Los comentarios en el blog se agradecen, antes de la navidad de 2010 no hay casi ninguno, pero son algo que en el fondo esperas cuando publicas una entrada: quieres saber la reacción de las personas que leen tus palabras e interactuar con ellas. Lo que no esperas, desde luego, es abrir el correo y encontrarte con que alguien que ha leído uno de tus libros te devuelve su opinión, preciosa, emocionándote aún más de lo que se imagina. No es la primera vez que me ha pasado con La arena del reloj, la opinión de Ángels Om está en la pestaña Mis libros, pero sí es la primera que me ha atrevido a pedir permiso a alguien "anónimo" para publicar el correo que me ha hecho llegar. Me deja que os lo muestre íntegro, espero que os guste tanto como a mí.

Es de Paloma, seguidora del blog, y quiero que leáis lo que me escribió:


Hola Mayte

Soy Paloma y aunque no nos conozcamos apenas mas que de algún que otro comentario no puedo dejar de escribirte tras haber leído tu libro.

Como comenté hace unos días en tu blog tenía La arena del reloj ahí preparado para mi próxima lectura y ahora que ya lo he leído me gustaría contarte mis impresiones.

Debo empezar diciéndote que lo terminé hace algunos días, una mañana de la semana pasada en el tren que me llevaba al trabajo y dado que estaba en un lugar público no di rienda suelta a  mi emoción pero no fue fácil.

Como ya suponía era difícil que no me emocionara, emocionaría a cualquiera. Es una historia que necesariamente transmite una gran congoja pero por otro lado es un precioso ejercicio de memoria histórica,  de la Historia con mayúsculas y con minúsculas.

He disfrutado con las anécdotas que nos cuenta tu padre, he sentido ternura y me he reído también con el abuelo Julito, me he trasladado sin esfuerzo a su vida en la finca de Meco, a sus correrías adolescentes en Alcalá y a su evidente satisfacción por su vida adulta rodeado de su mujer, sus hijas y sus nietos. Todo ello has sabido transmitírnoslo  perfectamente, de forma sencilla pero con una gran calidez, consecuencia sin duda del inmenso cariño hacia tu padre.

Y me he angustiado contigo por el avance de la enfermedad y he comprendido tu deseo de negación, tu impotencia, tu desconsuelo.

En muchas de las frases y de los recuerdos de tu padre, veo a los míos, por lo que me resulta como muy familiar, muy cercana, como estoy segura de que le pasa a muchísima gente.

Como también te comenté me llamó mucho la atención este libro porque es una idea que se pasaba por mi cabeza cada vez que iba a ver a mi madre y me contaba sus “historias”. Nunca pensé en escribir un libro, pero sí quería que esos recuerdos no se perdieran. Si me encanta leer novela histórica ¿cómo no va a gustarme la historia de la vida de mi madre, de mis abuelos, que es mi propia historia? Y como tu bien dices una parte importante de la Historia de este país.

Pero nunca pasó de ser una mera idea, nunca me decidí a ponerla en práctica.

Hace dos años que murió mi madre y aunque también estaba enferma nada hacia suponer que la muerte estuviera a la vuelta de la esquina esperándola, hasta que de un día para el otro ya no hubo tiempo para nada mas que para llorar su pérdida, lamentar todo aquello que pensamos que podíamos haber hecho y no hicimos y sentir una profunda sensación de orfandad.

Mi madre era algo mayor que tu padre y algunos de los recuerdos que mas me hubiera gustado conservar son los referidos a su niñez durante la guerra civil, esas mismas historias que nos sonaban a rollo cuando éramos pequeños y nos decían aquello de: “una guerra te daba yo” cuando le hacíamos ascos a la comida. Esas pequeñas historias que luego descubres que efectivamente forman la trama de la Historia de todos.

Tendría que hacer un esfuerzo titánico y siempre imperfecto para recuperar lo que recuerdo y ponerlo yo también por escrito para que no acaben perdiéndose, pero no se si con los retazos que conservo conseguiría componer algo coherente o si mi imaginación acabaría jugándome malas pasadas y el resultado final quizá se pareciese poco a la realidad.

Admiro por ello que tu hayas tenido esa decisión que a mi me faltó porque gracias a ello ahora tienes una preciosa joya para compartir en primer lugar con tu familia pero también con todo el que quiera asomarse a una historia entrañable y cercana y emocionarse con ella.

Me he adentrado en este universo bloguero hace relativamente poco tiempo de la mano de mi amigo Luis Miguel, del blog El tiempo de Roman. He descubierto un nuevo mundo apasionante, autores noveles con mucho que ofrecer, reseñas interesantísimas que me ayudan a elegir mis próximas lecturas y la posibilidad de intercambiar opiniones sobre libros ya leídos.

No tengo un blog en el que hacer una reseña de tu libro, pero quería que supieras lo que me ha hecho sentir su lectura.

Espero también leer pronto El medallón de la magia y poder opinar sobre él en cuanto salga alguna reseña que seguro no tardarán mucho en ir apareciendo en cualquiera de los blog que seguimos.

Espero no haber resultado un incordio contándote mi propia experiencia, pero me parecía importante explicar la importancia que para mi tienen los recuerdos y vivencias de nuestros mayores.

Para cualquier cosa que quieras contarme aquí tienes mi correo. Yo seguiré paseándome por tu blog, comentando y disfrutando de todo este mundo de las letras tan apasionante.

Un abrazo y un beso enorme,
Paloma 


Después de unas semanas en las que he estado abriendo mi correo con cierto recelo (exponernos en un escaparate como es internet tiene dos lados y yo ya los conozco) esto me ha devuelto un poco la confianza. Creer un poco más. No sé qué tiene el destino preparado para mí, qué pasará con toda esta historia dentro de unos meses. Ni siquiera me atrevo a soñar nada. Pero sí sé una cosa:  lo mejor de la vida es que está ahí, precisamente, para vivirla.

Y ahora me voy, que hay un paquete en correos que contiene El eterno olvido, de Enrique Osuna en papel y quiero recogerlo ya.

miércoles, 7 de marzo de 2012

EL ASIENTO 25 B

Un viento helado golpeó mi cara al salir del taxi. Eran las siete menos cuarto y tenía el tiempo justo para no perder el puente aéreo, pero no corrí. Al contrario, recorrí los pasillos de la terminal sin apresurarme. Siempre es así. Llego al aeropuerto sin minutos de crédito y no acelero para no perder el avión. Y aún así, jamás he logrado llegar después de que despegue. Nunca me ha dejado en tierra.

Esa mañana las manos me sudaban como de costumbre, el corazón me latía acelerado y comenzaba mi terrible lucha contra la respiración descontrolada. La sed que me asaltaba siempre en esos casos hizo su aparición y, para combatirla, me bebí de un trago la botella de Solán de Cabras que llevaba en el bolso. Tuve que pasar por el baño antes de embarcar, no tanto por necesidad física sino por prevención. Sabía que dentro del avión iba a ser incapaz de desabrocharme el cinturón durante todo el trayecto. Cumplido el ritual de cada semana me dirigí a la auxiliar del mostrador y le entregué el billete del puente aéreo, antes de entrar por el pasillo que conduce al interior de la aeronave.
Había memorizado mi plaza: 25 B. Procurando que nadie notase mi ansiedad, busqué mi asiento. Me sentaría como cada martes, aparentando una serenidad que ni por lo más remoto sentía, y fingiría dormir. Nadie tenía por qué saber lo que me pasaba cada vez que me veía en el trance de viajar a Barcelona. Un viaje que mi trabajo me obligaba a hacer, nada más y nada menos, que una vez a la semana y que desataba mis peores miedos. Viaje de ida y vuelta, dos veces en menos de veinticuatro horas sufriendo esa horrible tortura. No quería que nadie se enterara de lo que me pasaba, por eso había exigido en el trabajo viajar sola, y eso había contribuido todavía más que el pánico se hiciera sitio dentro de mí. Convivía con él como se vive con alguien a quien no deseas ni ver: tratando de ignorarlo aunque sin conseguirlo. No había sido capaz de hablar con nadie de mi "pequeño problema" y quizá eso lo empeoraba todo.
Llegué al asiento antes de que el pasajero que viajaría a mi lado hiciera su aparición. Dejé el bolso en su sitio y me ajusté el cinturón, tratando de obviar la risita absurda de una cincuentona con pinta de secretaria. Siempre me pasaba. Siempre iba en el avión algún idiota que se daba cuenta de que no podía estar ni dos segundos sentada en la butaca sin ponérmelo. Supongo que lleva implícito seguridad y esa se quedaba en tierra en mi caso, justo al lado de los agentes de la guardia civil que chequeaban mi equipaje de mano en el escáner.
Miré el reloj. Tres veces en cada minuto, incapaz de recordar la hora leída de refilón. Hoy saldríamos con retraso, eso ya era obvio. Perdida en mis cálculos sobre la hora en la que podríamos pisar por fin el destino, casi no me di cuenta que ya no estaba sola. A mi lado, esperando que recogiese mi bolso de su asiento, había un hombre. Tendría alrededor de cuarenta años, tal vez menos, no lo sé. Supongo que cuando a alguien se le empieza a caer el pelo me resulta difícil no ponerle algún año de más. Arrugas de expresión surcaban su frente y el contorno de sus ojos, pero no parecían profundas. Una barba medida, de cuatro días justos, diría yo, completaba su atuendo despreocupado. En ese momento no me fijé en nada más. No me interesaba. Es más, me molestaba que se sentase alguien cerca de mí, porque me resultaba más difícil el juego del disimulo.
-Perdón -logré decir aparentando calma, mientras recogía el bolso y lo ponía en mi regazo.
-No importa -me respondió tranquilamente.
Y se sentó. Desplegó un periódico deportivo, con cuidado de no irrumpir en el reducido espacio de mi plaza de avión, y comenzó a bucear entre las noticias, ignorándome por completo. Eso estaba bien. No podría soportar a alguien con ganas de charla. Me había pasado en algún que otro trayecto y tratar de mantener la calma con una sonrisa en los labios me dejaba agotada.
El movimiento de la aeronave me pilló desprevenida, exactamente mirando las manos del desconocido, tratando de adivinar a qué se dedicaba. Era un ejercicio de relajación sacado de no sé qué revista especializada. No llegué a ninguna conclusión. Bueno, quizá sí. Supe que no se dedicaba a alguna profesión en la que trabajase con las manos, porque sus uñas estaban perfectas y tenía una piel que parecía suave. En realidad, como deducción era una catástrofe. La mayoría de la gente que cogía el puente aéreo a esa hora no eran precisamente obreros de la construcción. En general se trataba de personas dedicadas al sector servicios y, de cuando en cuando, alguien que se movía entre Madrid y Barcelona por motivos familiares o, raramente, turísticos.
La sudoración de las manos hizo su aparición en el momento en el que fui consciente de que nos poníamos en pista, listos para despegar. Al parecer el ejercicio, como tantos otros, no funcionaba. A lo mejor el artículo de la revista se lo había inventado alguien para rellenar una página. La azafata anunció que salíamos y dio las recomendaciones acostumbradas sobre seguridad, que también le hicieron mucha gracia a la cincuentona que se había reído, y después se sentó. Mi compañero se ajustó el cinturón y, por el rabillo del ojo, intuí que me miraba. Parecía acabar de darse cuenta de que yo ya me lo había puesto hacía un buen rato.
La aeronave se detuvo en el punto que daba al comandante los metros necesarios para alcanzar la velocidad de despegue y mi nerviosismo me hizo revolverme incómoda en el asiento. Estábamos llegando a uno de los peores momentos del viaje y todavía no estaba preparada. Quizá era sueño o que me había distraído, el caso es que sabía que estaba a punto de perder el control. Noté sin girar mi rostro que el extraño me seguía mirando y eso no ayudó, al contrario, antes de que pudiera inspirar y espirar las veces suficientes el avión comenzó a acelerar. Mi corazón, por seguirle el paso, también empezó a subir de revoluciones y, cuando las ruedas se despegaron del suelo, ya estaba llorando.
Mi llanto en el avión es silencioso. A veces, las menos, incluso puedo llorar sin lágrimas. No es fácil, pero lo he conseguido. Sin embargo, el martes del que hablo, lloré de verdad. Lágrimas como ciruelas, estropeando el suave maquillaje de la mañana. ¡Menos mal que pasaba del rímel!
No sé cuántos minutos permanece el avión en posición de subida, seguro que muy pocos, pero el caso es que a mí se me hacen eternos. Siento que el pecho me va a explotar, tal vez porque el pánico le roba espacio a los pulmones y no sé dónde meter las manos, que en este punto me sudan tanto que podría, literalmente, recoger el sudor en un tubo de ensayo de esos que usan los científicos en sus experimentos.
Cuando comenzamos a situarnos en horizontal, empecé a poder controlarme un poco. Sequé las lágrimas con un pañuelo desechable, inspiré de manera sonora y fue la contraseña para que mi acompañante considerase que tenía permiso para empezar a hablar. Yo no tenía ninguna gana de conversación, pero la educación me impidió rechazar ese contacto que él provocaba.
-Me llamo Pep.
Estuve a punto de gritarle que me importaba un pimiento como se llamase. ¿Para qué me decía su nombre? Lo que hizo después me dejó desconcertada y, estoy segura, provocó una reacción más en mi maltratado organismo: me tendió la mano. ¡Cómo iba a estrechar la mano de alguien!¡La tenía pringosa de sudor! Tardé, no sé, unos segundos en reaccionar: justo los que necesité para pensar que se merecía estrechar una mano resbaladiza por no dejarme en paz. Daba igual lo que pensara de mí. Me sequé como pude el sudor en el pantalón y le devolví el saludo.
-Sandra.
No puso ninguna cara extraña, aunque estoy convencida de que notó el estado en el que me encontraba. Por más que tratase de disimular, temblaba.
-Tu primer vuelo.
Fue una afirmación, no una pregunta. Y me molestó. No era ninguna novata.
-No, todas las semanas vuelo a Barcelona, por trabajo.
¿Por qué le estaba dando datos sobre mi vida? Sólo me faltó decirle que siempre viajaba los martes.
-No lo parecía. Me ha dado la sensación de que te ponías muy tensa en el despegue.
-No me gusta nada volar -le respondí, mientras me regañaba por contarle detalles, aunque fueran tan nimios, de mi estado de ánimo.
-¿Qué te preocupa? -me preguntó mientras doblaba el periódico y lo apartaba. Estaba tranquilo y me miraba inspirando confianza pero, en ese momento, yo tenía ganas de decirle que me dejara en paz, que no quería hablar con nadie. Por alguna razón que desconozco, le contesté.
-No lo sé exactamente. No me gusta volar, eso es todo.
-¿Qué temes?
-Pues... -fingí una duda. Me lo había preguntado a mí misma muchas veces y sabía la respuesta-. Que se caiga el avión, supongo.
-¿Eso es lo que crees que puede suceder?
-Sí.
Y era absurdo, porque hacía ya dos años que cogía el avión cada semana, dos años en los que apenas tenía noticias de accidentes aéreos.
-Tengo miedo, eso es todo.
Fui seca, esperando que abriera de nuevo el periódico y me dejase tranquila. En lugar de eso, se desabrochó el cinturón. Noté como la ansiedad crecía en mí, las manos volvieron a sudarme y la respiración se agitó de nuevo. Ahora, por alguna razón, temía también por él. No podía soportar que se quitara el cinturón. Él siguió preguntando.
-¿Qué pruebas tienes de que vaya a caerse? Me refiero, ¿alguna vez has tenido un accidente con un avión?
-No, claro.
-¿Entonces?
-No me gustan las sensaciones del despegue. Me pone nerviosa notar como abandona el suelo. Y el sentirme en posición vertical.
-No es verdad -dijo él.
Le miré con extrañeza y un poco de odio. Me estaba cabreando. ¿Quién era él, un extraño, para cuestionar lo que yo sentía? Debió de darse cuenta de mis emociones porque habló de nuevo.
-Ya tenías miedo antes de que el avión empezara a andar. Incluso te has puesto el cinturón sin que te lo recordaran.
-Es lo que hay que hacer, ¿no? ¡Para eso está! -Me puse a la defensiva.
-No pasa nada, no te enfades. Sólo quiero que pienses en lo absurdo de lo que te ocurre.
¡Esto era el colmo! La casualidad lo había puesto a mi lado y se creía con derecho a juzgarme sólo por eso y a opinar. Le miré atentamente. Encima sonreía. Mi mosqueo subía de intensidad y se hizo mucho más evidente cuando me descubrí pensando que tenía unos ojos increíbles. Mi cerebro, a mil por hora siempre en un avión, estaba ahora dividido. Por una parte procesaba mis miedos, por otra buscaba la manera de decirle a ese Pep que se metiera en sus asuntos y, en último lugar, pero ganando posiciones, se desdoblaba en un debate sobre el atractivo innegable que desprendía. Sacudí este último pensamiento y me refugié en mi miedo más conocido. No fue buena idea porque el corazón galopó de nuevo descontrolado y eché de menos un tranquilizante.
-¿Qué pruebas tienes en contra?
-¿En contra de qué? -Me había perdido en la conversación. Tantas cosas en mi cerebro y me estaba liando.
-En contra de que el avión se caiga.
-Yo...
Todas, pensé. Ninguno de los aviones en los que había viajado había tenido percances. Unas turbulencias de vez en cuando, pero nada más. Me fastidiaba reconocer que llevaba razón.
-Nunca ha pasado nada, ¿verdad?
-No, nunca -tuve que reconocer.
-¿Qué probabilidades hay de que ocurra hoy? Hace un día perfecto y estoy seguro de que han revisado el aparato. Ni siquiera se mueve. Menos que un tren, infinitamente menos que el metro.
-Supongo que eso es cierto.
Me miraba a los ojos y yo, a pesar de todo, me esforzaba por mantenerme atenta. No dejé de mirarle también. Sabía que llevaba razón, que no había nada que indujera a pensar que el avión iba a decidir estrellarse aquella mañana. Revisé mis síntomas y me dí cuenta de que habían ido disminuyendo a medida que me había dado permiso para tranquilizarme y para pensar en ello. No estaba practicando un ejercicio de evasión sino que este hombre me estaba obligando a hablar de mis temores.
-¿Puede ser que te ocurra otra cosa?
-¿Otra cosa?
-Sí. Puede que sea otro miedo. Sabes que no pasa nada y sin embargo tiemblas. Puedes tener miedo a otra cosa y esta es tu manera de manifestarlo.
Pensé en ello mientras miraba por la ventanilla. ¿Otro miedo?¿A qué? Nunca había pensado que hubiera más cosas que me dieran miedo. Siempre que pensaba en ello sólo aparecían aviones en mi cabeza. La azafata, o auxiliar de vuelo, como quiera que se llamen ahora, se acercó por el pasillo. La señora de la risa floja le estaba pidiendo algo.
-Cuando era pequeña... -el recuerdo se abrió paso de repente y sentí la necesidad de expresarlo en voz alta-, hubo una explosión de gas en mi edificio. Nadie murió pero pasé varias horas atrapada entre los escombros, hasta que llegaron los bomberos. En ese tiempo tuve que luchar contra un dolor insoportable en las piernas, que estaban atrapadas entre el amasijo de ladrillos. No me rompí nada, sólo heridas que después hubo que coser. Salvo eso...
-¿Tienes miedo a que vuelva a ocurrir?
-No, en mi casa de ahora no hay gas.
-Pero tienes miedo.
-No sé...
Había olvidado aquello, apenas era un recuerdo vago de una niña pequeña, pero recordaba a la perfección lo pesada que me puse cuando busqué casa en que la calefacción del edificio no fuera de gas. A lo mejor no era precaución, sino miedo. No lo había pensado así.
-¿Qué sería lo peor que te podría pasar si ahora mismo el avión se cayera?
¿Cómo podía estar preguntándome eso? Empecé a temblar de nuevo. Me di cuenta de que mi mente empezaba a recrear la escena jamás vivida, supongo que construía un relato con fragmentos leídos en la prensa o escuchados en la televisión. Sin darme cuenta me estaba cayendo de verdad, al menos de verdad en mi cerebro.
-Cuando llegásemos al suelo. -Pep se empezó a reír, y al principio no me hizo gracia - tú ya te habrías muerto de un infarto. Nada de volver a quedarte atrapada. Una preocupación menos...
-¿Pero por qué te ríes? No tiene ninguna gracia.
-No creo que te diera tiempo a verte en la misma situación.
-¡Tú qué sabes!
-Tampoco ibas a ver a nadie herido. No tendrías tiempo.
-¡Te quieres callar!
-¿Te imaginas a esa señora despeinada, con la falda levantada, con el señor que está a su lado encima de ella? -Hablaba bajito para que ella no le oyera y se aproximó a mí-. Yo creo que no le haría ninguna gracia, porque seguro que ella sobrevivía.
-¿Y yo no?
-No, tú te morirías antes, no te acuerdas.
-¿Y por qué me tengo que morir yo?
-Ya te lo he dicho no llegarías viva al suelo porque te daría un infarto.
-¿Y tú cómo acabarías? -Empecé a seguirle el juego.
-Probablemente me caerías encima tú y moriría aplastado por una pasajera histérica.
-¿Ahora soy una histérica? -Tenía ganas de meterle un bofetón. Si hubiera habido sitio no se habría librado de una patada en los huevos.
-No, era una broma. ¿Cómo crees que moriría yo?
Me quedé un momento pensando. Por hacerme pensar en todo lo que más miedo me daba debía buscarle una muerte horrible. Achicharrado por el keroseno ardiendo, quizá desmembrado, en cachitos tan pequeños que jamás pudieran encontrar ni rastro de su cuerpo. Pero era una lástima porque era bastante guapo. No me tenía que dar pena. Era un pasajero capullo de los que no se callan. Le deseaba lo peor.
-Tú te morirías aplastado por la risueña, que tendría encima al gordo de al lado, atragantado con tu lengua.
-¿Por bocazas?
-Por imbécil.
Se empezó a reír y me di cuenta de que yo estaba haciendo lo mismo. Era la primera vez que escuchaba mi propia risa en un avión. La señora se volvió, curiosa. A lo mejor con cierta envidia porque el pasajero que estaba a su lado se había dormido, roncaba como un poseso y encima no le daba conversación.
-¿Sería horrible? -me preguntó.
-¿Que te murieras atragantado? Una pérdida enorme para la humanidad, seguro.
-Te estás riendo. Me gusta. Estás mucho más guapa que hace un rato, cuando te has puesto a llorar.
Recordé el despegue y me pareció que había pasado una eternidad. Miré el reloj y constaté que el viaje se me estaba haciendo corto. Raro. Siempre era demasiado largo.
-¿Te ayuda pensar en tu miedo o te pones más nerviosa? -Pep había vuelto al tema que nos puso en contacto, mi miedo.
-No lo sé. Ahora estoy mucho mejor.
-Seguro que soy yo, que tranquilizo.
Le miré estupefacta. ¡Qué se había creído! Me dejó unos instantes para la duda y enseguida sonrió de nuevo. Me estaba tomando el pelo. Tuve la tentación de preguntarle algo de él pero no me atreví. ¡Miedosa!
-¿Te resulta útil pensar en lo que temes? -Se puso serio de nuevo, volviendo a las preguntas.
-¿Cuándo subo al avión... ?
-Sí.
-No, me pongo peor, pero no puedo controlar mis pensamientos.
-Si no puedes controlarlos, no puedes relajarte y dejar la mente en blanco, al menos puedes cambiarlos.
-¿Pensar en otra cosa? -pregunté.
-Pensar en lo mismo pero desde otro punto de vista.
Cambiarlos. No se me había ocurrido. Remodelar el miedo. A lo mejor eso funcionaba más que tratar de pensar en otras cosas. Eso, como ya había probado, me ayudaba poco.
-¿Cómo lo hago?
-Veamos -Se movió para sentarse de lado, colocándose frente a mí. El gesto empujó su aroma que me gusto-. Piensa esto. ¿Hay alguna posibilidad de que ahora, con esta calma, el avión  se caiga?
-No. No lo parece. Pero podría haberla.
-Del uno al diez, ¿qué dirías?
-Yo... no sé...
-Más fácil, ¿alta o baja?
-Baja -respondí. Me fastidiaba darme cuenta de que llevaba razón.
-Pues entonces no tiene por qué preocuparte. Otra. Si el avión se estropease y empezase a caer descontrolado, ¿tú podrías hacer algo? Aparte de provocarte a ti misma un ataque al corazón... - esquivó mi manotazo justo a tiempo. Noté su tono en burla en la última frase.
-No, claro que no. Yo no soy piloto, ni sé cómo funciona este trasto.
-Pues deja de preocuparte.
Y siguió un buen rato con sus preguntas que siempre acababan en lo mismo. Siempre diciendo que dejase de preocuparme y sonriendo intensamente. El aviso sonoro de que nos acercábamos al aeropuerto me pilló desprevenida. Siempre iba tan pendiente del reloj que casi podía adelantarme a él. Sin embargo, ese martes, no. Mi organismo, acostumbrado a reaccionar mal ante esa señal, se puso en alerta de nuevo. Y mi nuevo amigo me sonrió mientras se abrochaba el cinturón.
-Creía que no tenías que preocuparte por nada.
-Lo sé, pero no es fácil. Llevo años haciéndolo.
-Pues es el momento de dejarlo.
Le miré suplicando ayuda pero no se movió, así que fui yo quien dio un paso. Agarré su mano izquierda y respiré mientras le miraba.
-Voy a dejar de preocuparme, pero con los ojos cerrados.
-Como quieras.
Pep me apretó la mano. Fue un apretón suave, que interpreté como una señal de ánimo. No me tenía que preocupar, el piloto sabía cómo hacer que el aparato pusiera las ruedas en tierra sin provocar una catástrofe. No tenía que pensar en nada malo porque, aunque fuera a ocurrir, yo no tenía el poder de evitarlo. No iba preocuparme porque, además, no estaba sola. Tenía una mano agarrada a la mía que me estaba dando fuerza y que, además, era más suave incluso de lo que había imaginado cuando la miré por primera vez. Empecé a pensar en el hombre que tenía sentado a mi lado, repasando mentalmente su aspecto, su sonrisa, sus miradas y la suavidad de su voz y, antes de lo que hubiera deseado, sentí la sacudida de las ruedas tocando con la pista y el chirrido de la goma en el asfalto mientras los frenos hacían su trabajo. Mantuve los ojos cerrados todavía un rato, evitando así que me soltara la mano.
-Ya está.
Su voz me sobresaltó. Le solté bruscamente.
-Perdón.
-¿Mejor?
-Mucho mejor.
-Recuérdalo la próxima vez que montes en un avión. Preocuparte por algo que no ha sucedido o que no tiene muchas posibilidades de suceder de inmediato sólo te hace daño.
Recogió su periódico y se puso en pie.
-¿Te piensas quedar aquí? -me preguntó al notar que no me movía.
-No, claro.
Traté de levantarme pero no me había acordado de desabrocharme el cinturón y me caí de nuevo hacia el asiento. Debí poner una cara muy divertida porque se empezó a reír, animando a nuestra amiga, la presunta secretaria.
-¡Vamos!
Me tendió la mano y cuando me desembaracé del cinturón me ayudó a abandonar el asiento: 25 B. Nos despedimos en la salida de la terminal, con un beso en la mejilla y un simple que te vaya bien. Quise pedirle su número de teléfono pero no me atreví. Miedo otra vez, miedo a que pensara quién sabe qué. Debo dejar de preocuparme, ya me lo dijo. Desde entonces, cuando vuelo, pienso en él y en sus palabras y los despegues han mejorado, pero no tanto como los aterrizajes. En ese momento recuerdo su mano en la mía y me tranquilizo del todo. No es que mi problema se haya solucionado, pero lo llevo mucho mejor.
Ahora llego pronto a los aeropuertos para tratar de reservar el asiento 25 B, y no es por ninguna superstición, ningún miedo de los míos. Es sólo por si él me recuerda y también recuerda ese detalle.  He llegado a pensar mucho en él y en aquel día. Tenía una teoría. Nos veía a ambos somos como dos rectas secantes, obligados a tropezar en un solo punto de nuestra trayectoria. Él, con pendiente positiva, una línea que se desplaza cada vez más hacia arriba y yo, aquella que tiene un menos uno delante de la equis de mi fórmula matemática. Resolvimos nuestro sistema y encontramos la solución, así que buscarle sería absurdo porque ya no hay más coincidencias. O a lo mejor no, porque últimamente me veo distinta. Me he debido multiplicar por algún número y mi trayectoria parece que ha cambiado. No soy ya una recta sino un gráfico con altibajos.  Pero subiendo, eso es seguro. Puede que la nueva fórmula que me define haga que me lo vuelva a encontrar.
Y no pienso permitirme tener miedo.